Un día en la ciudad de Tintín
Veintiocho
Tenía ganas de conocer la capital de Europa desde que supe que es la ciudad de Tintín. Allí, en la calle del Labrador 26, estaba su domicilio anterior a Moulinsart, se nos dice en La oreja rota (1937). Todos los amantes de las aventuras del mejor periodista del mundo sabemos que la portera de aquel inmueble era la señora Mirlo y que también era en Bruselas donde se encontraba la redacción de Le Petit Vingtième, el semanario para el que escribía el personaje que, hace cincuenta y tres años, inauguró mi mitología personal. Y todavía es ahora, estando ya más cerca de los setenta y siete que de los siete años -aquella franja de "jóvenes" a la que iban dirigidos sus álbumes según la publicidad original-, cuando la estampa del "Lechuguino" -que llamaban a El Valiente sus miserables enemigos en aquellas entrañables traducciones de Zendrera Zariquiey- me sigue procurando el don de la infancia infinita.
Sin embargo, fue hace sólo un par de décadas, dando yo noticia en Metrópoli de una exposición sobre el cómic belga inaugurada en la Fundación Carlos de Amberes de Madrid, cuando empecé a acariciar la idea de viajar a Bruselas. Más concretamente, lo recuerdo bien, fue cuando apunté en aquel artículo: "Bélgica es al cómic lo que Suiza a los relojes".
Dada mi sempiterna falta de presupuesto -y mi tendencia a tirar el dinero las pocas veces que lo tengo-, el viaje se iba haciendo cada vez más peliagudo. Un regreso a Roma, un par de ellos a Londres, a Lisboa, a París... Siempre se imponía el viaje a otro lugar. Hasta que llegó el tiempo aciago, los días de las estrecheces. Mi visita a la ciudad de Tintín, empero la facilidad y la frecuencia con que viajan a ella tantos que no aman sus aventuras, comenzó a parecerme una quimera. Ya tenía trazas de convertirse en otro de esos deseos que pasan sin cumplirse cuando, el pasado día 21, fui invitado a conocer Bruselas, junto a otros cinco periodistas españoles, por cortesía de Brussels Airlines.
Habida cuenta de las circunstancias, comprenderá el lector que haya tardado tres semanas en venir a dejar constancia en mi bitácora de lo feliz que fui en ella el pasado 21 de marzo, un día antes de que la barbarie de unos asesinos anegara de sangre el mismo suelo donde dio comienzo uno de los días más felices de mi vida: la satisfacción de un deseo que ya daba por imposible. El motivo de la invitación era la asistencia a la presentación de un avión que la compañía acaba de tunear con imágenes del gran René Magritte. Sin embargo, a fe mía, subrepticiamente, obedeció al culto que rindo a Tintín. De hecho, el tuneo del Airbus A320 de la compañía con motivos de La clarividencia (1936), uno de los óleos más sugerentes de Magritte, era consecuencia del éxito de una iniciativa anterior, en esta misma línea, con estampas del gran Hergé: el avión de Tintín. Más aún, el único periodista del grupo no especializado en viajes era yo.
Ya desde el comienzo de aquel día de dicha, mientras conducía hacia Barajas a la las cuatro y media de la mañana, escuchando a Roy Orbison, fui feliz. Se me antojaba estar viviendo una fiesta en medio de una semana prolongada hasta la desmesura durante un tiempo aciago. Recién llegado a Zaventem, al toparme con el X-FLR6, el cohete con el que Tintín, Milú y el resto de los de Moulinsart se convirtieron en los primeros terrícolas que pisaron La Luna, allá por el año 54, amé la vida como no lo hacía desde que era joven y las cosas iba bien. Al punto mandé la correspondiente foto a Cristina, y lo paré todo para ser aún más feliz en mi encuentro con el Olimpo de mi mitología personal.
Tras la recepción en un hangar de Zaventem, donde nos presentaron a los responsables de la compañía -quienes se congratularon de que el avión más fotografiado de Europa fuera el de Tintín- y nos enseñaron el de Magritte, un tren nos llevó desde el aeropuerto al centro de la ciudad. Allí la nueva emoción me la procuró el descubrimiento de la Grand Place, tantas veces cantada en las canciones de Jacques Brel, otra referencia de mi mitología personal. Ya comiendo en el restaurante Le Roy d' Espagne, pensaba que, si una semana antes me hubieran dicho que me iba a encontrar allí, no hubiera dado crédito. Y es que, tras unos años de fortuna esquiva, llegué a creerme un tipo sin suerte. Pero lo cierto es que soy una de las personas más afortunadas del mundo. Entre otras cosas, porque amo las aventuras de Tintín desde antes de saber leer.
Todo era goce y gracia en las inmediaciones del Manneken Pis. Mientras los otros turistas daban cuenta de los clásicos gofres, yo fotografía con idéntica avidez ese mural que, allí mismo, reproduce en la fachada de un inmueble una viñeta de El asunto Tornasol (1956). Nuestro paseo se prolongó a lo largo de un par de horas por el casco histórico de la ciudad. Entre los muros decorados con viñetas que nos salieron al paso, no faltó una de mis también queridísimos Spirou y Fantasio.
No pude visitar ni el Centro Belga del Cómic ni el Museo de Tintín, que ya no está en Bruselas sino en Louvain-la-Neuve. Naturalmente en la calle del Labrador 26, pero a treinta minutos de la ciudad. En apariencia, mi recorrido bruselense no fue mucho más largo que una de esas caminatas que a diario me llevaban a mi querido Carabanchel. Pero me llevó mucho más lejos Ni más ni menos que hasta una ilusión, que -además de hacerse realidad- me devolvió todas esas esperanzas que estuvieron a punto de arrebatarme las prolongadas desdichas.
Publicado el 15 de abril de 2016 a las 15:15.